Alla van, con sus malditas flores. Siempre las horrendas y baratas flores que Lucinda nunca verá. Ellos no lo saben, pero ella no está ahí. Ella no está ni siquiera cerca. A Lucinda se la llevaron hace ya algún tiempo, pero a ellos no les dijeron nada, y siguen viniendo con esas detestables flores apoyadas sobre sus brazos, como si el simple hecho de dejarlas junto a su tumba les fuese a redimir de lo mal que se portaron con ella.
No soporto el olor a flores rancias, ni el efluvio de ese moho nacido por el abandono de decenas de fosas. Odio los días de lluvia, cuando el cielo gris hace de este camposanto un verdadero desierto de piedra y cal.
Cada día me alegro más de que los muertos se decidan por la incineración, aquí ya somos muchos.
Bueno, dejaré mis frases lapidarias por hoy, ahí viene mi dueña, con su maldito cubo de agua fría y el andrajoso trapo con el que cree dejarme como los chorros del oro.