1 Laura, por fin, había encontrado la manera de estar sola. Las horas en que podía disfrutar de su soledad se le hacían cada vez más cortas. Para ella era un suplicio el tener que enfrentarse a las personas con las que había de convivir cada día. No quería ver a nadie, no quería hablar con nadie, no estaba dispuesta a que el eco de sus rumores, de sus opiniones, reclamara entrar en su cabeza para decirle lo que tenía que hacer, no. Las voces, esas que tanto le insistían en buscar un final para todo aquel martirio, aquellas a las que sí hacía caso, cada vez bramaban con más fuerza dentro de ella.
Cogió papel y lápiz. Decidió que aquel sería el primer paso.
A sus catorce años, Laura ya sabía lo que era perder a un padre. Ella tenía ocho años cuando encontró a su madre llorando, vencida por el dolor de perder al ser que más había querido en el mundo. Al girarse y verla, le dio el abrazo más doloroso que pueda recordar, un abrazo que duró una eternidad. Aquel gesto de abatimiento la dejó marcada por mucho tiempo. Cada día podía sentir aquel abrazo. El recuerdo del dolor de su cuerpo al ser dominado por los brazos de su madre hacía que muchas noches se despertara entre gritos y sudores, y volviera el daño de aquella inconsolable opresión.
Volvió a centrarse en el motivo por el cual llevaba casi una hora encerrada en su habitación, sola, con el firme propósito de dejar una última huella en el oscuro mundo en el que ella pensaba no tenía cabida. Soltaba el lápiz, lo mordía, lo acercaba al papel una y otra vez sin empezar a trazar ninguna palabra, sin documentar lo que llevaba días en su cabeza. Escuchó el ruido de la manilla de la puerta, y con la rapidez de un pequeño ratón cuando ha sido descubierto robando queso, Laura colocó sobre la hoja aún en blanco, los apuntes a los que debería estar poniendo toda su atención.
–Hola, cariño ¿Todo bien? –preguntó su madre tras los veinte centímetros de puerta que se atrevió a abrir y por donde solo asomaba su cabeza.
–Sí, mamá, todo bien –contestó Laura con desgana.
–En media hora a la mesa.
–¡No tengo hambre, mamá! –protestó la adolescente.
–Te he hecho pollo al horno, tu plato favorito. Venga, media hora –dijo su madre mientras dejaba la puerta sin cerrar y se dirigía a la cocina.
Laura se levantó de la silla desde donde le habló a su madre y cerró la puerta con brusquedad. Volvió a su arrellanado asiento y destapó el intacto papel en el que tenía pensado concretar lo que serían sus últimas palabras, por lo menos las de aquel templado domingo de otoño.
Su mano empezó a plasmar palabra tras palabra en el níveo papel. Sin levantar su estrecha muñeca del escritorio, llegó al final de la primera página. Dio la vuelta a esta y siguió escribiendo hasta la mitad del folio. Paró, miró el reloj, y dobló la hoja para esconderla entre las páginas de uno de sus libros.
2
María, la madre de Laura, subió una de las ruedas de su coche sobre la acera, lo que hizo que a Laura se le cayera el móvil de las manos.
–¡Mamá! –exclamó la joven mientras recogía de entre sus pies el Smartphone con el que llevaba tan solo dos meses.
–Lo siento, hija, no he medido bien.
La joven abrió la puerta y, tras un seco adiós, bajó del coche apresuradamente.
–¡Hasta la tarde, cariño! –gritó su madre a la vez que sacaba todo su brazo izquierdo por la ventanilla del vehículo.
Laura resopló y movió ligeramente una de sus manos. No quería que su madre la llevara al instituto, además de que tan solo vivían a tres manzanas de él, le avergonzaba sobremanera las técnicas de conducción de esta y los grititos que usaba para despedirse de ella mientras enfilaba la entrada del centro. Pero habían tomado la decisión de solo hacerlo los lunes y los viernes, bueno, en realidad lo había resuelto su madre, sin que ella tuviera oportunidad de objetar nada al respecto.
–Tu madre cada vez conduce peor, eh, Laura –escuchó decir tras ella. Era Marta. Se podría decir que su única amiga, si es que en verdad llegó alguna vez a ganarse aquella designación. A pesar de sus opuestas apariencias, Laura era de cuerpo y cara algo anchos, de tristes ojos, pequeñas orejas y finos labios, casi inexistentes, que no permitían ni un poco de carmín. Marta, sin embargo, lucía una esbelta figura. Ojos claros. un pelo largo y rubio y unos dientes perfectos y blancos los cuales tapaba una sensual boca. No daba la impresión de que tuviera quince años, aparentaba por lo menos, otros cinco más. Un día de lluvia en la que Laura salió sin paraguas, la buena de Marta se ofreció a llevarla bajo el suyo. Desde aquel día fue con la única que habló desde hacía ya tres meses.
–Hola, Marta. ¿Qué tal el finde? –preguntó Laura sin dejar de caminar y cabizbaja.
–Pues corto, como siempre.
Laura levantó la cabeza y vio al grupo de chicas con el que estaba enfrentada desde el inicio del curso. Las odiaba. Miró hacia atrás y reparó en que Marta se había parado a saludar a unas compañeras de clase. Iba sola.
–¡Atención! ¡Tonta a las seis! –escuchó decir a una de las chicas que se colocó delante de ella para cortarle el paso. Las otras cuatro la rodearon. Empezaron a empujarla y a rozarse con ella mientras la pellizcaban y tiraban del pelo. Laura intentaba zafarse de ellas sin éxito. Los pellizcos y los golpes que recibía en sus costillas hicieron brotar las primeras lágrimas de sus ojos, a la vez que llamaba a Marta para que la sacara de allí.
–¡Marta, Marta! –gritaba mientras veía como algunos otros alumnos se unían a tal castigo. Era lunes, todavía no había comenzado la primera clase, y ya estaba siendo sometida al primer linchamiento por parte de sus compañeros de instituto. No era la primera vez y sabía que no iba a ser la última, a menos que se cansaran de ella y la cogieran con otra. Aquel tipo de chicas se divertían así, sacando pecho al sentirse más que otras, al humillar a niñas que se alejaban de su forma de ser y de pensar.
Marta logró penetrar en el nutrido grupo de jóvenes que castigaban sin motivo alguno a su amiga, metió sus brazos bajo las axilas de esta y, casi con los pies de Laura en el aire, la sacó de allí.
–¿Se puede saber qué estáis haciendo, cabrones? –vociferó su amiga mientras abrazaba a Laura, que lloraba ya desconsoladamente e intentaba calmar el dolor en sus costados presionando sobre ellos con ambas manos. Marta hizo que se sentara en uno de los bancos de piedra que rodeaban el centro, sin dejar de mirar con rabia al grupo de chicos que ya se disolvía camino de las primeras clases de la semana.
–¿Les has hecho algo, Laura? ¿Por qué se han ensañado de esa manera contigo? –preguntó Marta limpiando alguna de las lágrimas que aún resbalaban por las mejillas de su amiga.
–No pasa nada, Marta. Ya pasó. Entremos a clase, vamos a llegar tarde –consiguió responder Laura en el momento en que lograba ponerse en pie con dificultad.
–¡Vamos ahora mismo al despacho del director, Laura!
–¡No! –gritó su magullada amiga –Vamos a clase, Marta, hazme caso. Déjalo estar.
Marta recogió la mochila de Laura y entraron a clase.
3
El profesor Manuel Amarilla, con sus treinta y siete años y su libro de consulta siempre entre sus manos, explicaba el principio de una de las batallas más conocidas de la segunda guerra mundial. Laura no dejaba de tocarse su lastimado costado derecho, la parte que más golpes recibió del tropel de idiotas que la vapulearon antes de entrar a clase.
Las explicaciones del joven profesor casi pasaban desapercibidas para la joven, algo que advirtió el educador cada vez que ponía la vista en la extraviada alumna. Era extraño que Laura no estuviera ensimismada con sus explicaciones puesto que era la mejor de sus discípulas, sobre todo cuando tocaban el tema de antiguas guerras y batallas. Era la única a la que le puso casi un diez en una de sus clases desde que ejercía la docencia, hacía ya doce años, con un trabajo sobre una temática algo compleja para alumnos de tan tierna edad: La batalla de Verdún. Laura fue capaz de reflejar en apenas cinco folios lo sangrienta que aquella batalla había sido para ambos bandos (francés y alemán), con trescientos días de lucha sin cuartel y cerca de setecientos cincuenta mil heridos y muertos.
Llegó el final de la clase. Manuel, que así era como quería que le llamaran sus alumnos, observó a Laura recoger sus cuadernos y llevar su mano al maltrecho costado derecho. Al pasar junto a su mesa la avisó de que esperara. Cuando se hubo vaciado la clase, le preguntó.
–¿Te ocurre algo, Laura?
–No, estoy bien –contestó esta con una voz casi apagada.
–A mí no me puedes mentir, Laura, creo que algo te conozco. No has puesto el más mínimo interés en la clase de hoy y sé que es un tema que te fascina –relató Manuel con sus dos brazos sobre la aseada mesa donde descansaba su precioso maletín de cuero marrón y sus necesitadas gafas de cerca.
–No me pasa nada, de verdad –insistió la adolescente a la vez que se colgaba en su hombro izquierdo la mochila color rojo que una vez le regaló su madre. El color rojo era su favorito.
–Está bien. Los dos sabemos que estás mintiendo, pero no te voy a interrogar como si fueras un detenido de las antiguas SS. Espero que salga de ti el contarme qué te pasa ¿de acuerdo, Laura?
–Ya le he dicho que no me pasa nada, de verdad. Si quiere se lo juro, Manuel –mintió la muchacha. No quería parecer de las que iba aireando sus problemas como la típica chiquilla quejumbrosa por la que todo el mundo llegaba a sentir lástima. No, ella era una chica dura, capaz de soportar aquello y mucho más. Además, ya todo daba igual, ya todo iba a cambiar para siempre.
–Anda, vete. Vas a llegar tarde a la siguiente clase –la advirtió Manuel ante la negativa de la joven por compartir con él sus desazones.
Laura casi corrió para alcanzar la puerta de la clase.
4
Siempre intentaba salir la primera del instituto. Recogía todas sus cosas cinco minutos antes de escuchar el timbre que anunciaba el final de las clases, así tenía la opción de adelantarse a todas aquellas malas personas que intentaban hacerle la vida imposible cada día desde hacía ya unos tres meses. Laura no recordaba cómo comenzó todo, el porqué de tanto odio hacia su persona. No podía entender qué se le pasaba por la cabeza a alguien para querer hacer daño a una persona de aquella manera, y ya no era el daño físico, sino la manera en que le habían cambiado su modo de pensar. Ahora Laura no se fiaba de nadie. El más mínimo acercamiento a ella le parecía una intención deshonesta para dañarla, de ahí su manera de ser casi antisocial y, a veces, desagradable.
Después de casi correr con su mano aún en el costado, se escondió tras un árbol, sacó el móvil y llamó a su madre.
–Mamá, he quedado con unas amigas para comer en la hamburguesería de la calle alta. ¿Te importa? –otra mentira más que le dejaba caer a su madre. No eran muchas las que le quedaban por ofrecer –Gracias, mamá –y colgó.
Apoyó su espalda sobre el fornido árbol y buscó en últimas llamadas realizadas el nombre de Marta.
–Marta, voy a la hamburguesería de la calle alta ¿te vienes? –su amiga se disculpó al otro lado de la línea con que hoy había quedado con su padre para ir de compras –Vale, no pasa nada, para otro día. Hasta mañana. Ah, y gracias por lo de antes –agradeció la joven antes de pulsar en la pantalla de su móvil sobre el botón rojo de colgar.
Se acercó tímidamente a la gran cristalera del local donde trabajaba Pablo, el chico más guapo del mundo, según ella. Todas las tardes pasaba por allí simplemente para verlo. Nunca había entrado y, mucho menos hablado con él, pero en sus fantasías él era el chico que la agarraba de la mano, que la llevaba al cine, que paseaba bajo la lluvia por algún desértico parque de la ciudad con ella. Se acercó a la puerta con la intención de atreverse a, simplemente, escuchar su voz. Las mariposas de su estómago se volvían locas de remate cuando lo veía. No entró. Recorrió unas siete manzanas para meterse en un mugriento bar en el que, una señora de ojos hundidos y nariz puntiaguda le sirvió un café y un trozo de empanada de queso y pimientos.
Cuando llegó a casa, sobre las cinco de la tarde, se encontró a su madre dormida en el sofá, con la televisión encendida y el mando de esta sobre sus piernas. No quiso despertarla y se dispuso a subir a su habitación con todo el sigilo que pudo. Al cuarto escalón oyó a su madre.
–¿Eres tú, Laura?
–Pues, claro mamá ¿quién va a ser si no? –respondió la chica con la misma desgana con la que le había hablado el día anterior, y aquella misma mañana y todos los días desde hacía casi tres meses. Su madre no respondió.
Lo primero que hizo al entrar en su habitación fue buscar en la mochila el libro donde había metido la carta que aún no había terminado de escribir. Buscó y rebuscó en la mochila color rojo que su madre le regaló y, para su sorpresa, el libro no apareció. No estaba. No lo podía creer. Rastreó todo el dormitorio. Nada, no estaba. Volvió a escudriñar en la mochila. Otra vez en la habitación. Paró y se puso a pensar en qué otro lugar buscarlo. Podía haberlo perdido camino al instituto, habérselo dejado en su pupitre. Mil cosas podrían haber pasado. Nadie tendría que encontrar aquel libro, y mucho menos leer la carta que había en su interior. Los nervios la atenazaron de pies a cabeza. ¿Qué podía hacer? Ya era tarde para volver a buscarlo, el instituto ya había cerrado. Solo le quedaba rezar para que nadie llegara a encontrarlo. Se tiró sobre la cama y, en menos de cinco minutos, cayó en un profundo sueño.
A las nueve de la noche despertó con su madre sentada sobre el borde de su cama.
–Vamos, Laura, espabila –le decía mientras acariciaba su castaño pelo.
–¿Qué hora es? –respondió Laura mientras restregaba sus manos sobre los apagados ojos color bermellón con los que siempre despertaba.
–Casi las nueve.
Aquella noche cenaron casi en un total silencio.
5
Aquel martes amaneció nublado, la oscuridad del cielo amenazaba con descargar más agua del que había caído en las dos últimas semanas. Laura, como no, había olvidado coger paraguas. Esperó a que todos entraran en el instituto para así ahorrarse la paliza del día antes. Aún le dolía un poco el costado derecho. Pasó por la sala de profesores para preguntar a Manuel si alguien le había hecho entrega de algún libro perdido. Su respuesta fue negativa. De nuevo, el joven profesor le preguntó si todo iba bien.
Fue la última en entrar en la clase de doña Mercedes, la profesora de literatura, una señora de unos sesenta años que pensaba más en el día de su jubilación que en enseñar el admirable amor por los libros.
–¡Bien, chicos, sentaos! –ordenó la sexagenaria profesora –¿quién quiere empezar con la lectura de los martes? –preguntó con su impostada voz.
De pronto, sin que nadie lo esperara, levantó la mano Natalia, la cabecilla del grupo que desde hacía casi tres meses insistía en que la vida de Laura se volviera insoportable.
–Muy bien, empieza Natalia –volvió a ordenar doña Mercedes.
–Bien, el escrito que voy a leer a continuación está en forma de carta, más concretamente es la carta de una suicida, la última carta que se atrevió a escribir –empezó diciendo la malévola chica –¨Hola. Escribo esta carta para despedirme de todos y cada uno de los seres con los que he compartido estos últimos años de mi vida. –Empezó a leer Natalia.
A Laura se le vino el mundo encima. La carta que estaba leyendo aquella maldita chica era la que ella había empezado a escribir dos días antes. Se dio la vuelta en la silla y miró a Natalia con rabia, esta le devolvió una mirada de regocijo, sabiendo el daño que iba a hacer leyendo aquellas líneas delante de todos y prosiguió.
–¨No tengo amigas. La relación con mi madre es casi inexistente. El chico que me gusta no sabe ni que existo –se oyeron algunas risas en los últimos pupitres de la clase –. No sé qué les he podido hacer a las personas que todos los días acuerdan que yo no debo ser uno más de ellos, que manipulan mi existencia, que llegan a utilizar los golpes para tenerme siempre aterrada. Me da miedo a levantarme por las mañanas porque sé que va a ser otro maldito día de mierda. Cuando alguien lea esta carta ya no estaré aquí, me habré ido de este mundo. Te quiero, mamá. –En el mismo instante en que Natalia pronunciaba esas tres últimas palabras, Laura levantó la mano y, con sus mejillas abarrotadas de lágrimas, pidió por favor salir para ir al servicio.
Cuando casi corría por el solitario pasillo del instituto tropezó con Manuel.
–¿Dónde vas? ¿Qué te ocurre? –preguntó el preocupado profesor a la vez que intentaba cortarle el paso.
–¡Déjeme! –consiguió gritar Laura zafándose del intento de sujeción por parte del mentor.
Manuel corrió tras ella. La persiguió incluso fuera del centro gritando su nombre, pero Laura hizo caso omiso a las llamadas de este y siguió corriendo. Llegó al borde de la carretera general, a unos veinte metros de la puerta del instituto y se paró en seco. Miró a ambos lados de la calzada y, en el mismo instante en que pasaba un pequeño camión de reparto de comida rápida, se lanzó sobre el húmedo asfalto. Un grito inmenso salió de la boca del profesor. Las ventanas del instituto se llenaron de alumnos, advertidos por tal alarido.
6
El 22 de febrero de 2009 se incorporó a la legislación vigente una de las leyes que muchos padres, rotos por el final que sus hijos habían dado a sus vidas, esperaban desde hace años, en la que decía, a groso modo, que el acoso escolar se juzgaría como otro cualquier delito y que, además, las personas implicadas de mayor o menor forma en tales delitos se les negaría la libertad a partir de los quince años.
María, la madre de Laura, respondía a las preguntas que varios medios de radio, prensa y televisión le hacían a la salida de los juzgados cuando se le acercó un chico de unos dieciocho años que, al comprobar que daba fin al interrogatorio a la que estaba siendo sometida, la apartó del tumulto agarrándola del brazo.
–Hola, mi nombre es Pablo. No llegué a conocer a su hija, pero tenga por seguro que si hubiese llegado a conocerla no habría dejado que le pasara lo que le pasó –expresó el chico, cabizbajo. A continuación, metió su mano izquierda en uno de los bolsillos de su estrecho pantalón negro y sacó un pequeño colgante con un diminuto frasco de cristal enganchado a él. Agarró una de las manos de la madre de Laura y colocó el pequeño y dorado colgante en ella.
–Tenga. Esto pertenecía a Laura. Me lo dio una compañera de trabajo a la que ella se lo entregó. Creo que es usted quién debe tenerlo.
María lo miró y preguntó qué era.
–Me dijeron que…–el joven tragó saliva para poder seguir hablando –…son sus lágrimas. Las guardó ahí para dármelas, dijo que contiene una lágrima por cada día que me echaba en falta. Le prometo que yo no la conocía, no sabía nada de ella, nunca la vi –relató Pablo con la reconocible cara de alguien que no miente. La lágrima que recorrió su mejilla derecha lo demostró del todo.
–Gracias, Pablo, muchas gracias –fueron las únicas palabras que María pudo articular.
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¿No sabes por dónde empezar? Tan solo escribe lo primero que se te ocurra. Anne Lamott, autora de un libro sobre cómo escribir que nos encanta, afirma que debemos permitirnos escribir un «primer borrador de mierda». Anne está en lo cierto: tan solo tienes que empezar a escribir, y ya te encargarás de editarlo más tarde.
Cuando todo esté listo para publicarse, asigna entre tres y cinco etiquetas a la entrada que describan el centro de atención de tu blog: escritura, fotografía, ficción, educación, comida, coches, películas, deportes… ¡Lo que sea! Estas etiquetas ayudarán a los usuarios interesados en tus temas a encontrarte en el Lector. Una de las etiquetas debe ser «zerotohero», para que los nuevos blogueros también puedan encontrarte.