Marta sintió que alguien la seguía. Antes de subir el cuello de su cómodo anorak, consiguió echar un vistazo por encima de su hombro derecho. No vio a nadie, absolutamente a nadie. Los doscientos metros hasta la parada de taxis se le estaban haciendo eternos. Solo escuchaba el tímido sonido de sus pasos, el leve taconeo de aquellos zapatos que se ponía por segunda vez. Aceleró el paso, se sentía asustada. Debió dejar que Juan la acompañara, pero eso hubiese sido como dar al bueno de Juan unas falsas esperanzas en su amigable relación. Ahora se arrepentía de aquella decisión, el temor a que alguien la atacara era más fuerte que las ganas de repeler cualquier agravio amoroso por parte de su compañero de trabajo. Aún le quedaban dos esquinas que doblar cuando encontró la valentía de mirar de nuevo hacia atrás. Un hombre, oculto entre la oscuridad y el humo de un cigarrillo, la seguía. El corazón de Marta empezó a palpitar sobresaltado, lo sentía a través del abrigo. Aceleró el paso hasta casi llegar a correr. La parada de taxis estaba desierta, incluso la calle se encontraba despoblada por completo, no había ni un alma. Cada vez más asustada, atravesó el mojado asfalto para buscar protección y cobijo en una marquesina iluminada con la fotografía del escultural cuerpo de una chica anunciando algún perfume. Se sentó, acurrucándose tras el cuello del cálido anorak, sin dejar de mirar hacia la última esquina que dobló. Nadie aparecía. Se sintió un poco más tranquila, quizás hubiese sido una de sus paranoias. Vio venir las luces de un vehículo por el final de la larga calle. Volvió a cruzar la calzada hacia la parada de taxis y rezó para que fuera uno de ellos. En efecto, era uno de ellos. Marta le hizo señales para que parara. En sus puertas lucía el número trece, bendito número. El taxista colocó la intermitencia y frenó justo a medio metro de Marta, que abrió la puerta con rapidez y se coló dentro del vehículo a la vez que suspiraba de tranquilidad.
–¿Es amigo suyo? –escuchó decir al taxista.
–Perdón, ¿cómo dice? –preguntó Marta al chófer mientras los ojos de ambos se cruzaban en el espejo retrovisor, de donde colgaban dos dados de peluche algo descoloridos, seguramente por el sol.
De pronto, alguien abrió la puerta trasera derecha del taxi. Marta dio un respingo que le hizo golpear el respaldo del conductor, con el corazón casi en la boca a causa del sobresalto.
–¿Le importa si la acompaño, señorita? –dijo una voz que le era familiar.
Era Juan, su compañero de trabajo. El mismo al que le había negado su compañía hacía un rato.
–¡Maldita sea, Juan! Me has dado un susto de muerte.
–Lo siento, Marta, no era mi intención –señaló Juan mientras esperaba que le diera el visto bueno para que subiera al taxi.
–¡Sube, anda, y no vuelvas a perseguirme de esa manera, por favor! Me has asustado, ¿sabes? –proclamó esta.
–No te he perseguido, simplemente me dirigí hasta la misma parada de taxis que tú. Si te he asustado, repito que lo siento.
Marta dejó de mirarlo y le indicó al taxista la dirección de su casa.
Pasaron varios segundos hasta que Juan se atrevió a abrir la boca, arrimándose descaradamente hacia el lugar que ocupaba su compañera de trabajo.
–Marta, llevo varios días queriéndote decir algo. Bueno, más bien yo diría que llevo meses intentando atreverme –expuso Juan, a pocos centímetros de su cara.
–Sé lo que vas a decirme, Juan, y mi respuesta sigue siendo no. No voy a salir contigo, no es mi intención salir con un compañero de trabajo, se haría todo muy monótono…muy agobiante. Ya te lo he dicho muchas veces –indicó Marta a la vez que buscaba más espacio dentro del asiento trasero del vehículo.
–¡Vale, de acuerdo! Pero ¿y si ahora te obligo?
Algo brillaba en la mano derecha de Juan. Marta lo reconoció al instante, era uno de los cuchillos con los que Juan trabajaba en el restaurante, el que tantas veces le había visto manejar en la cocina. A Marta no le dio tiempo a gritar. Con la rapidez de un felino a la hora de dar caza a su presa, Juan le tapó la boca para que no gritara y puso una de sus piernas sobre las de la chica con la intención de interceptar cualquier aviso al despreocupado chófer.
–¿Por qué no te has dado ni siquiera la oportunidad de conocerme? Yo te amo, Marta, desde el primer momento en que te vi. Soy una buena persona –le expresaba Juan mientras a ella le resbalaban por sus delicadas mejillas las lágrimas de la impotencia, de saber que estaba a merced de un sádico, un enfermo sin intenciones de darle un buen final a toda aquella situación. Él, con los ojos inyectados en sangre, acercó el enorme cuchillo al cuerpo de la sometida chica y empezó a hundirlo en uno de sus costados, en un primer momento tuvo que rectificar, la punta de aquella ejecutora herramienta tropezó con una de las costillas del rígido cuerpo de la inmóvil chica. En un segundo intento, la afilada hoja del reluciente instrumento entró lentamente entre los huesos que protegían los pulmones. Marta cerró los ojos y dejó de resistirse, ya eran demasiados los centímetros que perforaban su débil organismo, la respiración se volvió mínima y sus brazos cayeron junto a sus inertes piernas. Juan sacó el cuchillo del cuerpo de Marta entre lágrimas y plantó un beso en los muertos labios de la joven.
–¡Pare aquí, por favor! –le indicó al ignorante taxista mientras extendía su mano para entregarle un billete de cincuenta euros –lleve a la chica a su casa y quédese con el cambio.
Juan bajó del taxi a dos calles de la casa de Marta, limpió el cuchillo en su chaqueta y lo dejó caer en un contenedor para plásticos, el de color amarillo.
