Gerardo, o Gerard, que era en realidad como le gustaba que lo llamaran, caminaba con las manos en el bolsillo del ancho pantalón de chándal estrenado ese mismo día. Orgulloso con su nuevo corte de pelo, con el repetitivo flequillo engominado, de moda entre los más jóvenes del barrio y de un color rubio platino que hubiera envidiado hasta la mismísima Marilyn. También lo solían llamar ¨el largo¨ gracias a su talla corporal de casi uno noventa. Su rostro, del que alguien no podría olvidarse fácilmente, consistía en unas grandes cejas sobre dos redondos ojos negros, en contradicción con la blanca piel del picoteado rostro cicatrizado por la viruela adquirida a una temprana edad. La hermosa napia no decía con el resto de su faz, la cual sugería un bonito perfil. De su pequeña boca y sus casi imperceptibles labios no había mucho que contar. En definitiva, todos, incluido él, sabían que nunca protagonizaría un anuncio de Dolce&Gabbana.
Subió la cremallera de su abultada chaqueta impermeable mientras no dejaba de mirar a ambos lados de la calle, esperando encontrar clientes para sus modestos pero ilegales trapicheos. Muchas eran las veces en que pensaba salir de aquel maltratado barrio en busca de mejor vida, conseguir un buen curro, una buena chica, una casita junto a un buen colegio para sus futuros hijos, que pudieran ser lo que él nunca llegaría a ser. Enseñadles lo que a él nunca le enseñaron o no pudieron enseñarle. A ser honestos, respetuosos… méritos que hubiese querido para él pero que los veía ya demasiado lejos. Sin miedo alguno a conseguir cosas en la vida, sin asustarse al primer traspiés, a levantarse de los tropiezos que seguro les daría la vida, a no imitarlo, a no decir nunca –¨no puedo¨–. Ambiciones, valentía, ansiedades que el tiempo había hecho crecer en su interior hasta verse relegado a ser lo que era, uno más entre un millón, un hombre que pasaría sin pena ni gloria por este mundo de mierda.
Amigo también de las excentricidades, solía llevar siempre puesto un gorro sobre su cabeza, ya fuese invierno o verano. Algunos decían que era por la deformidad de una de sus orejas a causa de un accidente laboral, pero nadie podía confirmarlo con exactitud.
Todos le tachaban de ser demasiado bueno cuando no tocaba serlo, le decían que ese ¨defecto¨ no le dejaría con vida durante mucho tiempo en aquel podrido barrio, que algún hijo de puta se lo llevaría por delante un día cualquiera, pero él tenía la cualidad de salir ileso de habladurías, cotilleos y demás exhibiciones gratuitas con la soltura y el garbo que su experimentada vida le había dado.
Pasaban doce minutos de las ocho de la tarde cuando entró en ¨La cueva¨, el local donde se reunía lo peor de cada casa. Se acercó a la barra y pidió una cerveza, una de sus debilidades junto al tabaco, Se la llevó a los labios y depositó un gran trago en su seco gaznate. Dio media vuelta, apoyando ambos brazos en la repulsiva y fría barra. Alguien se acercó a él por su derecha, tocó su hombro y le indicó que le siguiera. Soltó la mediada botella y siguió al tipo de la indicación, no sin antes advertir al camarero que volvería de inmediato. Nada más poner un pie fuera del local sintió algo abrasador en su sien, después oyó un ruido atronador y sintió en su rostro el frío y húmedo suelo del callejón trasero del último antro donde se bebió su última cerveza.