LA OLLA

 Salí al jardín advertido por los ladridos de Newton, el maldito chucho con el que me tuve que quedar en la repartición que un año antes dispusimos mi exesposa y yo a causa de nuestro divorcio. A pesar de que pretendimos que aquello acabara de manera amistosa, las malas artes de nuestros abogados hicieron que el final de nuestra convivencia casi tomara tintes dramáticos a causa del fervor de ambos picapleitos. Ahora, cuando hablamos, recordamos casi con humor todo el circo que montaron aquella pareja de sacacuartos. Ella salió ganando en las porciones a repartir, pero no me importó. Reconozco que no fui un buen marido. Ahora doy gracias por no haber tenido hijos, seguro serían los que más hubiesen sufrido por todo aquello. 

 El perro no dejaba de ladrar mirando hacia el suelo. Ladrar y remover la tierra bajo sus patas, eso era lo que llevaba haciendo desde hacía ya como unos diez minutos. Al acercarme pude comprobar que casi tenía desenterrada una especie de olla de barro atada con una especie de trozo de cuero. Hice que se apartara del pequeño hoyo que rodeaba al perol cubierto de tierra seca y seguí yo con la idea de sacar de allí aquel pequeño tesoro. Creí sentirme aún más nervioso que el curioso animal. 

 Ya en la cocina de la casa me esmeré en quitar toda la tierra que pude del exterior de la olla, después me dispuse a desatar el estrecho cordón de cuero que hacía las veces de cerradura para aquella vieja cazuela. Me costó un poco separar la tapa que impedía saber qué había en el interior, pero con un poco de paciencia pude averiguar lo que contenía aquella vieja olla de barro. No daba crédito al ver lo que aquel recipiente escondía en su interior. Fajos y fajos de billetes empezaron a caer encima de la isleta de la cocina. Eran billetes de las retiradas y antiguas pesetas, pero había una cantidad exagerada de manojos. No los conté, parecía como si mis ojos se hubieran olvidado de pestañear al ver tanto dinero junto. 

 Una media hora después de empezar a contar todo aquel capital, supe que la cifra ascendía a tres millones de pesetas… ¡tres millones! Empecé a reírme en voz alta, exageradamente, tiraba el dinero al aire con una alegría incontenible. Me sentía dichoso, exultante. Cogí al perro en alto y empecé a besarle, cosa que él hizo también a su manera, con rápidos y húmedos lametones en mi cara. Decidí guardar aquella pequeña fortuna en la mochila que meses antes cambié por unos puntos en una gasolinera cercana. Hasta aquel día no supe lo que pesan tres millones de pesetas en billetes de mil y dos mil pesetas.

 Aquella noche casi no pegué ojo. Ya en mi coche, con mi querida mochila en el asiento delantero derecho de este, empecé a divagar sobre la mejor manera de gastar aquel dinero. No, no podía ponerme a derrocharlo sin ton ni son, siempre hay alguien que se empieza a hacer preguntas sobre lo bien que le va a uno, sea de la manera que sea. Clara, mi exesposa, tampoco tendría que saber nada de mi hallazgo, claro está. Ya salió bien parada con nuestro divorcio, pensé.

 Entré en el banco con el pecho hinchado y con la mochila agarrada con la misma fuerza con la que podría aferrarme a alguien que me está salvando la vida al borde del más alto de los precipicios. Informé a una cajera del banco de mi intención de cambiar unos billetes a euros, pero le dije que no era una pequeña cantidad, que se trataba de una suma bastante importante. Me pidió por favor que esperara, que esas gestiones tendrían que ser despachadas por el director del banco en persona. No me molestó lo más mínimo tener que esperar. A los quince minutos de haber entrado en el banco, me encontraba frente al director. Juan Luis Guisado anunciaba su reluciente placa plateada con fondo dorado colocada junto a un ordenador personal y un pequeño marco de fotos, seguramente con alguna instantánea de su bonita y despreocupada familia.

 Antes de tomar asiento, y después de las presentaciones, coloqué la mochila junto al letrero con su nombre y la abrí. Le informé de lo que me había llevado hasta allí. Se puso en pie, abrió la bolsa en su totalidad, me miró y estuvo casi un minuto carcajeándose.

 Salí del banco cabizbajo, avergonzado, de vuelta a la realidad de la que no debería haber salido si hubiese estado informado de que ya no se aceptaban las pesetas ni tan siquiera en el Banco de España. Tiré el contenido de la mochila en el primer contenedor que vi, eso sí, en el azul, el destinado al papel.

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