La mañana del accidente, Pablo se despertó más temprano que de costumbre. Era como si su cuerpo supiera que le quedaba poco tiempo de vida, que debía aprovechar cada segundo hasta el momento justo en que dejaría de respirar. Una rápida ducha le hizo espabilar para dejar la habitación en orden. Desayunó lo de todos los días, unas galletas, un café con leche y un vaso grande de zumo de naranja. Nada sabía de que aquel sería su último desayuno. Llenó la mochila con los libros y los apuntes que anotó la noche anterior. En el ascensor coincidió con Rosa, la vecina del tercero, la madurita de buen ver que siempre le sonreía. Al llegar al portal y despedirse de su atractiva vecina, se preguntó si había dejado el gas apagado y, ante la duda, volvió a subir para comprobarlo. Ya no le sobraba el tiempo para llegar con holgura a la universidad. Entró en casa y confirmó que el gas había quedado cerrado. Ahora no tenía más remedio que subirse al autobús que se subía casi todos los días, ese que llegaba tan justo de tiempo que le impedía poder charlar un poco con sus compañeros de clase sobre como había ido el fin de semana. Otra vez a verle la cara al conductor del trece, ese que no pararía el autobús aunque viera a su madre corriendo tras él. Al bajar en la parada frente a la universidad se da cuenta de que ya no queda nadie en la entrada, todos están ya entrando por la gran puerta del edificio. Miró a su izquierda y paró ante la proximidad de un coche bajando la ancha calle, el que no vio fue al monovolumen que subía por su derecha. El golpe que recibió Pablo en su cabeza fue mortal. En una de sus manos encontraron un folleto publicitario de una empresa eléctrica que ofertaban la sustitución de las antiguas instalaciones de gas por las suyas. Pablo lo había cogido minutos antes de su buzón.